jueves, 1 de septiembre de 2016

El viaje (a mitad)


A 150 kilómetros de Madrid hay un pueblo que huele a espliego y tomillo, y donde lo único que se oye es el alboroto de las golondrinas buscando sitio para dormirse a última hora de la tarde. El resto del tiempo susurra con el ondular de las cortinas que anteceden la puerta de casi todas las casas. Se ve sin embargo de color amarillo casi naranja, por el suelo de los olivares que lo cercan, y que reparten un poquito de verdor, muy oscuro cuando les da el sol del mediodía. 

En ese pueblo, hay una casa con portón verde, una parra y un retoño de cerezo… En esa casa, está el llamador que mi papá le regalara a mi tía, su hermana, hace más de 20 años. Y en una de las habitaciones, también está un cuadro. El cuadro tiene un pañuelo con rosas pintadas. No sería nada importante, salvo por esas cosas sentimentales. 

Mi abuela (cuya familia era republicana) pintó y colgó ese pañuelo en una Feria para mi abuelo (que luego sería un militar franquista), por allá por los años 30.