domingo, 4 de septiembre de 2016

8997.19 kilómetros después


La planificación comenzó, de forma muy poco aterrizada, en mayo. De allí en adelante hubo que imprimirle algo de velocidad (y cabeza) al proceso para minimizar los errores que, sin embargo, cometí. Pensaba yo, insisto, muy ingenuamente, que en los últimos quince días previos al viaje, con el tiempo libre que tendría tras renunciar al trabajo podría resolver holgadamente las cuestiones logísticas: maletas, herencias, documentos. Evidentemente me equivoqué.



El documento que necesitaba traer conmigo, la atestación de española viviendo en Venezuela que necesitaba para sacar el DNI en España, importantísima patente de corso en este continente tan unido que te recibe con una fila para europeos y otra para todos los demás. Por el momento me basta con el pasaporte, que siento como la mejor herencia que pudo dejarme papá, pese a haber muerto pobre.

Derecho a dos maletas de 23 kilos cada una: Mi vida sufrió una importante reducción en el universo de cosas que la componen: los primeros en quedar atrás fueron los libros. Allá en Caracas me esperan dos cajas con toda mi biblioteca. Estaba claro que había algunas cosas en las que yo no iba a ceder, así que después de sacar un par de brochas, un rodillo, los botecitos de tinta china y mi colección de papeles para collage y algún creyón de color repetido, ya era el turno de la ropa. Me despedí privadamente de algunas prendas que estaban atadas en la memoria a eventos importantes: mi vestido de graduación de la Universidad, el sueter que llevé a unos quince años, esta ropa me espera también paciente en una bolsa en un armario. Luego esas cosas que compramos para situaciones hipotéticas: Adiós a la falda que había comprado para los fines de semana pero que casi nunca usé porque hacía mucho calor, el top que iba a usar cuando tonificara los brazos y el pantalón azul eléctrico casi nuevo que nunca supe con qué combinar quedaron en la caja de las herencias. 

Mi bicicleta también se quedó. Tras meses recluida en el taller de un amigo, donde él (más) y yo (menos) trabajábamos en restaurar algunas de sus piezas, mi Grand Master tuvo que quedarse de aquel lado del Atlántico (bici querida, si lees esto: no hay día que no te extrañe).

La última semana involucró hacer algunos malabares entre diligencias pendientes, despedidas de personas y despedidas de lugares. Despedir es un verbo difícil (no sólo porque gramáticalmente sea transitivo: lo siento, es que a mí me costó entender la definición de transitividad) que implica un cese, una separación, un desprendimiento, que se confirma en ese acto de encontrarse para decir: Adiós. Yo lo cambié por "hasta la próxima" o la fórmula educada "vengan a visitarme". Aún se me hace extraña la sensación en estos últimos encuentros, todos traspasados, al menos de mi parte, por una incierta idea de fin, fin de fiesta. Cruzó por mi mente la duda de cuántos cumpleaños celebrarán sin mí, y las cosas que van a vivir, de las que yo ya no formaré parte. 

Despedirse hace muy presente al tiempo: no hay suficiente como para despedirse de todo. Me quedaron cosas pendientes, pero aún si hubiese tenido un mes más, habría encontrado nuevas cosas de las que despedirme. Fui a saludar a la montaña que tanto bien me hizo por muchos domingos pasando mi primera pernocta en el Naiguatá, y recordaré siempre la vista de Caracas, a un lado y La Guaira, al otro; junto al dolor de piernas que persistió cuatro días. Hoy que París está nublada podría adivinar detrás de los edificios de chimeneas salientes el perfil del hotel Humboldt marcando su lugar en el Ávila.

Conciente de que podría no ver una playa en largo tiempo, también fui a despedirme de La Guaira, donde pasé muchas vacaciones escolares, e intenté prepararme para cuando acá me toque ir a costas con una marea más fría y revoltosa. 


El día del viaje me sentía como suelo sentirme ante una situación que me causa nerviosismo: descolocada de mi cuerpo y viéndolo todo muy racionalmente. Es sabido que las emociones me alcanzan después y no las proceso bien, pero eso es otro cuento. El tránsito en el aeropuerto fue extraordinariamente sencillo: ningún militar me preguntó por los dólares, los pasaportes o las chucherías. Sólo en el chequeo final el responsable de revisar mi equipaje de mano vio el trío de cámaras fotográficas casi abrazadas en la maletita y dijo algo como "ay va, ¿tú también eres periodista?" le respondí muy seria que no, y luego recordé como se pueden poner esas personas de uniforme. Así que sonreí y agregué: "¿ya la puedo cerrar?" para proceder a hacerlo casi antes de que me respondiera que sí, que por supuesto. 

"Buen viaje" fue lo último que me dijo. Yo me pregunto si el sabía, o si acaso le importaría, que hay gente como yo que no retorna en la fecha que indica su boleto. El caso es que aquí estoy yo, tras esos ocho mil kilómetros recorridos, dos conexiones, 1300 dólares y 200 euros invertidos. 

Una semana más tarde Francia se encargaría de darme la bienvenida, con una familia que compra productos bio y cuyos hijos he venido a cuidar, por un lado; y con campamentos de refugiados a lo largo de todo un bulevar lleno de supermercados perfectamente surtidos, por el otro. Mi viaje fue por escalas y la primera parada fue Madrid, donde me recibió una tía que cuenta 77 años de edad y a la que no había conocido hasta ese día.

De Madrid a París también fue un largo viaje, en otro sentido.