Hoy en Caracas el día comenzaría normal, con un pesimismo disfrazadito porque hey, como alguien solía repetirme hasta el cansancio, "no se puede ser tan negativa en la vida". Llegaría a la ofi, los muchachos del estacionamiento me desearían feliz día mientras estaciono mi bici en el lugar de costumbre. En el ascensor practicaría mi sonrisa de oficina, la que hay que tener puesta todo el día junto con el uniforme, excepto por los ratos en los que mi mejor amigo -que gracias a una mezcla de nepotismo y meritocracia también era mi compañero de trabajo- y yo podríamos pasar fingiendo trabajar duro frente a una pantalla con un vídeo nulo de Jimmy Fallon o una galería de memes. Seguramente iríamos a comprar una palmera de esas grasientas y algo de chocolate y desataríamos nuestro cinismo respecto al Día del amorsss. En algún punto tendríamos que correr porque nuestro estúpido jefe querría lucirse frente a sus empleados dándoles un regalo, o peor, un almuerzo, que no estaba planificado y que nosotros tendríamos que resolver a última hora (con la sonrisa amable que ya se empieza a desteñir). Tras haber salvado su ego, y acercándose la gloriosa hora de salida, le escribiría a mi amiga de "Vamos? Vamos!" para continuar con ella la dieta calórica del día y para culminar en belleza cuadraría una birra (pa' mi solo una) con David para seguir hablando intensidades. Pero capaz todo esto lo pienso porque estoy aquí y no allá.