La primera vez que fui a Choroní, me fui amparada en las medias verdades que te entrenas en decirle a tu mamá cuando eres adolescente.
Volví a ese pueblo otras veces, pero ahora que estoy del otro lado del Atlántico, confieso que no las suficientes. Coincidencia o no, en 2015 mi mamá y yo nos concedimos una semana de vacaciones juntas, y pasamos tres días entre Choroní y Chuao. Yo no sabía que esa sería mi última visita (tomo prestada la frase de un fantasma: "por ahora"...), aunque presentí, con algo parecido al miedo, que sería uno de mis últimos viajes con mi madre. Demasiadas cosas estaban haciendo peso y apenas unos meses después el puente, débil pero presente entre nosotras, terminaría de derrumbarse.
De todos mis viajes tengo recuerdos particulares (y para una persona como yo, es decir, con una memoria tan pésima que llega a fusionar la historia de dos películas en una, eso es un regalo) y montones de fotos archivando sensaciones muy particulares: los mangos recién caídos de un árbol, la lámpara que, aunque improvisada con una garrafa de plástico, resiste la tormenta; las olas revolviéndose contra las piedras de la playa haciendo un ruido de castañuelas (puede que aquí se cuele otro recuerdo, de una infancia que ya queda atrás por dos décadas, mi papá sentado en la sala haciendo el "galope de caballos" con sus castañitas marrones que se le desaparecían entre las manos, frente a la admiración infantil mía y de mi hermano), la textura de las palmeras, el ruido del camión destartalado que acepta darte la cola, la neblina de la montaña, las gotitas cliché de rocío fuera de una carpa en la mañanita, o el sonido de una cafetera sobre un fueguito improvisado. O una ventana.
En Choroní hay una casa particular. No tiene puerta y su única ventana, está tapiada. Sin embargo, las batientes aún se pueden abrir, aunque no te permitan ver el interior. En el caso inverso no importa tanto, porque una casa inhabitada no tiene quien vea desde la ventana hacia afuera. Esa vez, la ultima vez, me fijé en esa ventana. Hay algo escrito en la pared, cuatro líneas que en realidad me hicieron pensar (ya dije que mi memoria es un -afortunado- desastre?) en un poema de Tarkovsky, que me enseñó un día un tal C, una de esas relaciones platónicas en mi vida.
La casa de enfrente
Demolieron la casa de enfrente.
Los inquilinos se fueron contentos.
Llevando consigo sofás, ollas, flores,
Espejos torcidos y gatos.
El viejo miró la casa desde el camión,
Y sintió que el tiempo lo atrapaba,
Todo se quedó así para siempre.
Entonces surgió el descontento,
Un polvo seco comenzó a brillar
Lento mientras caía la noche.
En la casa quedaron sueños, recuerdos,
Esperanzas perdidas y deseos.
Demolieron todo, se llevaron los troncos.
Pero los fantasmas del pasado
De ahí no se alejaron ni un paso
Y le cantaron de nuevo al cerezo.
Bebieron vino blanco en las bodas,
Iban al trabajo y al cine.
Trasladaban ataúdes en toallas,
Se prestaban, unos a otros, dinero,
Dormían en colchones de bruma
Y arrullaban a sus primogénitos,
Mientras la áspera encía de la máquina
Lamía sus arcillas roñosas,
Y en una pata, como sobre una “T”,
La grúa giraba y giraba.
Cuando empezamos a vender esta foto con Serendipity, la foto, mi foto, me hablaba siempre de lo mismo, así que fue una alegría escuchar como esa ventana le hablaba a otras personas. Quizás esta ventana no se abra más nunca, pero seguirá hablando. Porque para eso sirven las ventanas.