martes, 5 de septiembre de 2017

380 días nadando a casa

Una ola entre Choroní y Chuao, en mi último viaje con mamá, antes de entregar mis primeras llaves para siempre.
En dos años he cambiado cuatro veces de llaves, de paisaje, de casa. Eso me hizo obsesionarme un poco con la idea del hogar, y por pura serendipia, la semana pasada me contaron sobre el concepto de Heimat, una palabra alemana que se refiere a la noción espacial de hogar, al sentimiento identitario.


Los últimos meses antes del viaje fueron un torbellino de trámites, balanceando cuestiones pendientes en todos esos pequeñitos compartimientos de la vida. A menudo recordaba mi fugaz etapa como nadadora en primaria, el aturdimiento antes del disparo de salida, doblada y tiesa viéndome los pies, con la sangre palpitando en los oídos haciéndole eco a las dudas de última hora que, al menos para mi, eran comunes: estoy en una buena posición? Y si no hago un buen salto? Y si no oigo el disparo ? Y esa espiral fue solo el calentamiento.   


La primera noche en París ciertamente me alivió de varias preocupaciones, sobre todo porque al fin dejaba de estar en tránsito, pero conservé por largo tiempo un extraño estado de ánimo. Tardé una semana en deshacer las maletas y asignar un espacio, que sabía temporal, a mis pertenencias. La verdadera carrera no había comenzado.


Al principio todo era incómodo. Empezando por el zumbido en los oídos, que me hacía sentirme como sumergida bajo el agua, escuchando voces confusas en la superficie. Voces que hablaban en un idioma que no es el mío, con sonidos vocales que en el español no existen.  

Antes de venir me quedé sin celular, sin cámara, y con una computadora moribunda. La frustración de pensarme al borde del aislamiento era mayor cuando me percibía cómplice de ese proceso. Yo, que siempre he sido buena para construir paredes a mi alrededor, sin saber cómo tumbarlas después. Desde hace un par de años trabajo en eso.


Llegué contando con un par de abrazos, que consideraba seguros, y me recibieron fórmulas del tipo “café, agua? No, entonces adiós, hasta la próxima” que me dejaron sin saber que hacer, excepto echarme la culpa, pero eventualmente me cansé de eso y me dispuse a encontrar abrazos nuevos. Los conseguí (quizá en forma más bien metafórica, el contacto físico no es tan común por estos lados), y son abrazos que me entienden porque están, como yo, atravesados por la paradoja de la distancia. La mayoría hablan otros idiomas. Thanksgiving, saudade, heimat.


Pensando que el “estar lejos” arroja cierto poder aglutinador sobre las comunidades con un origen común, me asomé un poco entre mis connacionales, buscandolos, para encontrar frases que no disimularon el desinterés. Unos tonos nada creíbles acompañaban sus “Ah, qué bueno” o “Buena suerte”. Pero entendí que cada quien pelea sus batallas y que la empatía tiene múltiples interpretaciones.


Tengo mucho que agradecer a mis abrazos fallidos: uno de ellos me prestó  una bicicleta mágica que me permitió ahorrar los gastos de transporte durante mis primeros tres meses, cuando cada centavo era importante, y el otro me confió ciegamente su cámara, herramienta con la que me gané otros centavos. Espero que alguna vez nos abracemos realmente.


Hace un año no podía comprarme un café, y rechazaba creativamente las invitaciones que implicaban cualquier gasto. Pasé cuatro meses con zapatos rotos y todo el invierno con ropa que conseguí en una bolsa de donación, junto a un abrigo prestado al que, de vez en cuando, se le asomaban las plumas blancas del aislante. Pasear era, realmente, dedicar una buena hora a caminar, sin teléfono inteligente, siguiendo las cuidadosas indicaciones transcritas antes de salir desde google maps.


Decidí que no podía estar paralizada por el miedo al futuro, que por su parte avanzaba gris, incierto. Conseguí algunas cosas gracias a mi insistente terquedad, otras llegaron sin buscarlas, e igual las abracé. Mil montañas empiezan con el primer paso, y aunque yo no soy maestra de la paciencia (ni de la disciplina) ahí me vi caminando. Me compré mi primera planta por mi cumpleaños 27; ahora a un mes exacto de cumplir los 28, tengo una veintena. Algunas las sustraje ilegalmente de los adornados parterres urbanos, otras fueron regalos de otros y de mi misma, la prueba de que yo misma comienzo a expandirme. Miamorcito, como yo llamo a Arnaud, porque no me sale pronunciar bien su nombre, dice, con una mezcla de fastidio y ternura (o eso quiero pensar) que vivimos en una pequeña jungla tropical. Ahora hay algunos libros también, porque todos los míos quedaron guardados en cajas al otro lado del Atlántico.


Hay días en que me decepciona terriblemente el café con leche, es como una pobre parodia pasada por agua. Días en que no tuve la fuerza para digerir mi transformación en migrante, una especie de empleada doméstica, ahora estudiante, asalariada, libre? el sabor amargo de no poder expresarte en otro idioma con la mitad de fluidez del tuyo propio, de recibir toda clase de afirmaciones cargadas de làstima, exotismo e ignorancia. Días en que me da miedo ver que todos los cambios se suceden muy rápido y no sé si voy a encontrarme en ellos. O si voy a estar a la altura. Y hay otros días que me alegra viajar en el tren. Recoger flores a lo largo del canal sin que nadie diga nada. Salir de noche. Traerme tandas de libros de la biblioteca. Descubrir esta otra vida. De tiempo en tiempo, cuando estoy a punto de despertarme, tengo unas visiones extraordinarias de mis lugares favoritos en Caracas. Ese parquecito de La Florida con su apamate lanzando flores, la vista posterior de la Plaza La Candelaria desde la Iglesia. Recordar la quietud de la Cota Mil tempranito un domingo o mis paradas favoritas en la subida de La Julia. Las guacamayas. Los mangos. Trabajar con mi mejor amigo. Ir a correr al estadio universitario con mi hermano. Escuchar una nota de audio y reconocer que extraño ciertas voces en vivo. Preguntarme cuánto habremos envejecido la próxima vez que nos veamos. Serendipias. Encuentros fortuitos y abrazos inesperados. El placer de ir cosechando pequeñitos logros. Encontrar el camino a casa.

Ayer, en nuestra casita mágica que parece un barco.